I. Introducción

El objetivo del presente artículo divulgativo es describir los elementos fundamentales de la ética de la docencia, las razones por las que estos elementos tienen características éticas y finalmente explorar la trascendencia y el impacto de la ética del docente para la sociedad, la institución universitaria y el estudiante.

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En este sentido, la docencia es quizás el ejemplo más contundente del servicio público y escenario privilegiado de la ética aplicada. La formación y cuidado por los otros ciudadanos, es una clave de la ética y una exigencia insatisfecha en las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Por lo tanto, es necesario consolidar la discusión pública sobre las relaciones entre ética, ciencia y profesión, para que el profesorado y los estudiantes adquieran las competencias de escucha profunda, argumentación, empatía y toma de decisiones sensibles y racionales ante los intereses y necesidades de los usuarios de sus servicios. El papel de la ética en la docencia se relaciona con la ayuda y guía que provee el educador para facilitar la enseñanza y el aprendizaje de comportamientos deseables desde el punto de vista social. Esto implica el reconocimiento de que en la actividad docente hay una carga inmensa de contenidos de orden ético.

La docencia es una actividad marcada por un tamiz ético, histórico y cultural, lo cual permite afirmar que el educador ejerce su trabajo optando consciente o inconscientemente por determinadas elecciones teóricas, metodológicas, pedagógicas y sobre todo por el apego a ciertas nociones ético-morales que se traducen de formas muy variadas en la praxis educativa. Es obligación de cualquier docente profundizar en el análisis de algunas categorías éticas necesarias para el diseño de experiencias didácticas y guiones metodológicos que le permitan implementar argumentaciones y actitudes éticas en sus estudiantes. Desde mi punto de vista, el problema de la concreción de la enseñanza de la ética en las aulas universitaria radica en dos hechos específicas, a saber:

a)     El desarrollo de competencias éticas se limita al apego de códigos deontológicos que no recupera las creencias y conocimientos previos que mantienen profesores y alumnos en la praxis educativa en la universidad y en los escenarios profesionales y, en consecuencia no se atiende a la generación y discusión de argumentos en el entorno crítico y reflexivo que debieran ser las aulas.

b)     Por otro lado, en concordancia con la tesis de Lind (2007)  es viable que nuestros aprendices recurran a medios no éticos, no porque necesariamente les falten valores, sino porque carecen de la capacidad para reconocer sus propios principios morales y convertirlos en un comportamiento profesional apropiado, por lo que la actuación del docente resulta esencial.

 

II. Ética, ciencia y profesión

Podemos iniciar planteando algunas interrogantes…

  • ¿Cuántas veces no hemos escuchado o vivido tensiones en el trabajo profesional que ameritan tener a la ética como consejera cercana para reflexionar y actuar con prudencia, justicia y diligencia?
  • ¿Quizás para tomar decisiones moralmente reprobables pero éticamente correctas?
  • ¿Cómo analizar y proponer alternativas a las transgresiones, conflictos, dilemas y complejidades de los vínculos en las relaciones profesionales y en la prestación de servicios propios de nuestras disciplinas científicas?
  • ¿Cómo entender el abuso de poder y el cinismo del intrusismo profesional?
  • ¿Cómo crear y promover los valores de responsabilidad, confidencialidad y dignidad en el trabajo profesional?

Como se aprecia, los conflictos morales no resueltos por los estudiantes de pregrado en el trayecto de su formación pueden ser un gran obstáculo para el aprendizaje y para su desempeño profesional inmediato ante situaciones prácticas que demandan una solución razonada y la elección de acciones que muchas veces se excluyen entre sí; y en donde cada una de ellas, se encuentra respaldada por bienes y valores objetivamente compartidos y reconocidos por la persona misma, es decir la confrontación con dilemas cotidianos de la práctica profesional.

Un docente universitario es un profesional de la educación, cuya principal función es la mediación cognitiva, funciona metafóricamente hablando como un granjero. La semilla de una manzana tiene genéticamente el potencial para llegar a convertirse en bello manzano de ramas gruesas y flores sonrosadas y olorosas. Sin embargo, ese potencial nunca fructificará si la semilla no encuentra tierra fértil que favorezca su desarrollo y además, durante el tiempo de su crecimiento, el manzano debe coexistir con un medio ambiente libre de catástrofes meteorológicas y quién de alguna forma contribuye cuidando ese ambiente somos nosotros; los profesores.

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La educación es una tarea moral, -aunque resulte una afirmación obvia- y ello significa que, para acceder al ámbito de la discusión ética en las instituciones universitarias, es necesario reconocer que ningún estilo de convivencia es éticamente neutral, es decir nuestro trabajo como profesores debe intentar desarrollar competencias éticas que sean visibles en el quehacer estudiantil y profesional de nuestros aprendices. Adicionalmente, la enseñanza de la ética es una tarea compleja, porque no se trata de transmitir conocimientos, adoctrinar o instruir dogmáticamente principios o axiomas indiscutibles, sino que se trata de deliberar y discutir argumentativamente en conjunto los valores, hacer una aproximación axiológica -basada en valores, por oposición a la aproximación deontológica, basada en principios- En este sentido, el trabajo docente deberá ser siempre reflexivo, sin considerar la posibilidad de imponer pensamiento alguno, más bien priorizar al diálogo producto del intercambio de ideas que no podrían haber sido generadas por ninguna persona pensando aisladamente.

Así pues, los profesores como formadores tenemos compromisos éticos. La idea es que el formador tiene un compromiso ético porque formar es un ejercicio  de guiar a un individuo hacia al espacio de las razones, por lo que, el agente o sujeto formado, es aquel que ha aprendido a adentrarse en el espacio de las razones. Es transitar, como lo plantea Aristóteles, de la primera a la segunda naturaleza, es decir de nuestra parte biológica y meramente sensible a nuestra parte noética o conceptual, o también, como nos enseña el filósofo alemán Hegel,  la formación (Bildung) significa “pasar de lo particular a lo general”.

La enseñanza sometida a la acción de aprender, sí se realiza adecuadamente, es decir aprendiendo a dejar aprender a los estudiantes, se transforma ella misma en acción moral: enseñando, se aprende; y educando se construye moralmente, por lo que uno de los ejes curriculares sobre los cuales debiera girar la construcción del perfil de competencias de cualquier profesional es la internalización de principios racionales y razonables de acción que guíen su conducta y su capacidad deliberativa para establecer juicios éticos que faciliten la toma de decisiones cotidianas en sus escenarios laborales. La enseñanza de la ética no debe ser considerada como un aderezo de las profesiones ni como la obediencia ciega a una lista de derechos y obligaciones, sino como el núcleo formativo de cualquier disciplina y la condición sine qua non para un aprendizaje integral, de lo contrario las universidades producirán generaciones de egresados vacíos y pragmatistas, en lugar de profesionales críticos, reflexivos, ciudadanos libres y autónomos capaces de pensar por sí mismos, de comprender el sufrimiento ajeno y poseer una mirada crítica sobre su contexto histórico y cultural.

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En concordancia con Hirsch y López (2003) el logro de la identidad profesional y de su rol como agente de cambio social se fundamenta esencialmente en el apego a las normas éticas de la profesión. Al respecto, los profesores debemos comprender que formación disciplinaria no equivale a formación pedagógica y que tampoco entrenamiento didáctico garantiza la formación ética y ciudadana. Podemos ser excelentes profesionales, investigadores y representantes de nuestra disciplina, pero quizás este aspecto no garantice saber enseñarla y menos aún tener idea alguna de cómo promover comportamientos éticos y morales en los estudiantes. Conviene recordar la posición de Monereo y Pozo (2001) al sostener que a menudo la escuela enseña contenidos del siglo XIX con profesores del siglo XX a alumnos del siglo XXI, lo cual apoya la idea de no limitar a la ética profesional al apego de códigos deontológicos sino a la posibilidad de transitar a un verdadero ejercicio de reflexión educativa (Maturana, 1990), y en nuestro caso de acción ética que no dependa de leyes ni de ningún tipo de imposición sino de un acto cognitivo intencional.

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Al ser la universidad fuente de la reflexión, la crítica inteligente, el cultivo del conocimiento y la sabiduría al servicio de la sociedad, la universidad debe mostrar hacia el exterior su convicción y práctica ética. La vida universitaria per se hacia el interior, debe ser transparente en sus procesos administrativos y académicos; tolerante, plural y abierta al diálogo; nunca autocomplaciente ni sorda a las razones. Sin embargo, las universidades y su carácter público o privado de alguna forma matizan la forma en cómo intentamos promover honestidad, ya que la universidad pública no puede sino basar toda su reglamentación, tanto procedimental como académica, en criterios universales de acción, aquello que se alude como “ética mínima”. Esta es su inspiración, y no una determinada moral religiosa o política.

En cambio, la universidad privada no puede ser una excepción en la formación ética sin que contradiga su propia función, también lo es que una característica distintiva de la universidad privada es que está concebida por ideales y criterios axiológicos que no tienen por qué buscar universalización, lo que Etxeberría (2002) denomina “ética máxima” o relativismos morales. Así también, Nussbaum (2011) sostiene una concepción universal de la dignidad humana y propone basarse en el convencimiento de que quienes entienden de distinta manera lo que es el bien pueden ponerse de acuerdo sobre principios éticos universales, aplicables allí donde se dé una situación de injusticia o discriminación. El papel de las humanidades en la educación resulta un elemento imprescindible para la calidad de la democracia, del desarrollo económico y de la ética al entender la pobreza como una privación de capacidades humanas, lo cual ha tenido impacto en las políticas internacionales de organismos como la ONU y su declaración universal de los derechos humanos (2008).

La ética exige respuestas argumentadas y racionalmente persuasivas, por lo que razonar éticamente significa una integración de premisas y pensamientos que nos llevan a la acción. Al respecto Deleuze (2002) afirma que no aprendemos nada con quien nos dice: “Haz como yo”. Los verdaderos maestros son aquellos que nos dicen: “Hazlo conmigo”, y en lugar de proponernos el modelamiento y la imitación acrítica saben emitir mensajes de enseñanza reflexiva y creadora de palabra, la del discípulo. En definitiva, se aprende con alguien, no como alguien.

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Aprender implica ante todo, cambiar lo que ya se sabe, por lo tanto, una actitud educadora bien puede tratar de desarrollar al máximo las capacidades del alumnado en un ambiente que le permita alcanzar las condiciones para elegir con conocimiento de causa entre varias opciones. A final de cuentas, los valores son los lentes a través de los cuales conocemos el mundo y habitamos en él. Por lo tanto, además de no existir una sociedad sin valores, lo importante es preguntarnos qué tipo de valores existen en cada sociedad y qué función cumplen.

 

III. Conclusión

Para mí como Profesor, la gran pregunta es: ¿Cómo desarrollar competencias éticas en mis estudiantes? Un maestro es un formador porque la función del maestro es guiar la dirección del carácter. Me pongo a reflexionar y observo que maestros moralistas nunca me han impresionado, no obstante la brillantez y pureza de sus ideas y sus palabras. Maestros que han apelado a mi capacidad para aprender y sobre todo a mi responsabilidad humana de luchar por desarrollar lo mejor de mí mismo en cualquier circunstancia permanecen en el archivo de mis memorias significativas como un tesoro. Curiosamente, estos maestros que me inspiraron nunca me enviaron un mensaje moral explicito con sus palabras, pero sí lo hicieron con su amor al trabajo docente, su compromiso y congruencia profesional, su esfuerzo sistemático y su confianza en mis capacidades de aprendizaje.

La atmósfera intelectual y pedagógica que algunos de ellos, generaban en el salón de clases eliminaba, al menos en lo que a mí concierne, la posibilidad de una conducta moral o éticamente cuestionable. En el nivel universitario, queda claro entonces que existen grandes posibilidades de aprendizaje y al mismo tiempo grandes posibilidades de fraude. En cierta manera sabemos y confiamos que la mayoría de los estudiantes están conscientes de su obligación de aprender además de la necesidad de obtener un título. Nuestra función educativa no puede ser limitada con diseños policiaco-educativos que traten, más que enseñar, asegurar que ningún alumno actúe fraudulentamente. Siempre confiamos en que la conducta ética de los estudiantes este basada en la libre aceptación de reglas de comportamiento que no se pueden imponer por la fuerza de una autoridad (Cerezo, 2006).

Habitualmente al concluir mis cursos en grupos de nivel de pregrado o posgrado utilizo una frase que supongo bien puede sintetizar el fundamento ético de la profesión docente: “Si ustedes fallan, yo fallé”. En cierto sentido, la intención es que los estudiantes puedan considerar la idea de que la ética no tiene fecha de prescripción, sino que se trata de una actitud continua de reflexión que inicia con el propio autoreconocimiento de nuestras fortalezas y debilidades como gestores y administradores del conocimiento y de la información. Tal frase también tiene como propósito considerar siempre un componente crítico sobre nuestro trabajo docente.

Permítanme concluir estas ideas con algunos Cuándos”. Cuando se concibe a los estudiantes como clientes a satisfacer a ultranza. Cuando se les trata como materia prima y productos en desarrollo. Cuando lo único importante resulta la retención y la matrícula. Cuando la universidad se reduce a un negocio mercenario y no en una institución formadora. Cuando los procesos enseñanza-aprendizaje se reducen a una transacción de marketing para lograr un producto vacío con título y cédula profesional. Cuando los profesores no problematizan, ni reflexionan ni forman a sus estudiantes con rigurosidad exigencia ni compromiso en una disciplina con tal de mantenerse en un lugar convirtiéndose en cómplices de una farsa que tiene precio….lo que sucede es que precisamente creamos barracudas cuyas frases serán: «No me gusta pensar…Que no sea tan aburrida la clase…Me gusta la carrera pero NO me gusta leer…Ojalá que no haya mucha tarea…Que los exámenes sean para llevar….Es que no puedo consultar bibliografía; no encontré nada en Google….y al final ….Quiero mi titulo ….¿ya pagué no?»

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Dichas tensiones ético-profesionales se presentan fundamentalmente en algunas negocios con fachadas de “universidades” –especialmente privadas- quienes parecen imitar el principio de todo espectáculo y marketing educativo, cuyo fin es dar al cliente lo que pida, predominando una concepción de mercado y un profesional que se vende como una mercancía valiosa a la sociedad sin contar con un perfil de egreso de competencias éticas básicas. La guerra cognitiva en las aulas se establecerá entonces contra el conocimiento fácil y recetista que paradójicamente demandan innumerables estudiantes, y que, para variar increíblemente se perciben “encerrados” y “sometidos” al ejercicio de pensar por varias horas diarias sin saber del todo cómo la ética les servirá en el futuro inmediato. A veces, lo más lamentable es constatar que a través de una falsa, errónea o vaga concepción de libertad e inmadurez que asusta; las aulas se han convertido en verdaderas J-aulas que producen siervos y tiranos al mismo tiempo.

 

Referencias

  • Cerezo, H. (2006). Aspectos éticos del plagio académico de los estudiantes universitarios. En Elementos, Revista de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. 61 (13). Disponible en: http://www.elementos.buap.mx/num61/htm/31.htm
  • Deleuze, G. (2002). Diferencia y repetición. Buenos Aires: Amorrortu.
  • Etxeberria, X. (2002). Temas básicos de ética. Bilbao, España: Desclée de Brouwer S.A.
  • Hirsch, A. y López, R. (Coords.). (2003). Ética profesional e identidad institucional. Culiacán, México: Universidad Autónoma de Sinaloa.
  • Lind, G. (2007). La moral puede enseñarse: Manual teórico práctico de la formación moral y democrática. México: Trillas.
  • Maturana, H. (1990). Emociones y lenguaje en educación y política. Santiago: Colección Hachette – Comunicación – CED.
  • Monereo, M; Pozo, J. (2001). ¿En qué siglo vive la escuela?: El reto de la nueva cultura educativa. Cuadernos de Pedagogía, 298, 50-55.
  • Nussbaum, M. (2011). El cultivo de la humanidad: una defensa clásica de la reforma en la educación liberal. Barcelona. Paidós.
  • Organización de las Naciones Unidas. (2008). Declaración Universal de los Derechos Humanos, United Nations. Recuperada el 1 de agosto de 2013 del portal Web temoa: Portal de Recursos Educativos Abiertos (REA). Disponible en: http://www.temoa.info/es/node/19618

 

Director del Departamento de Estudios Humanísticos y Formación Ética del Tecnológico de Monterrey, Campus Puebla. Profesor-Instructor de Educación Continua de la Facultad de Estudios Superiores de Iztacala, UNAM. Doctor en Psicología Educativa y del Desarrollo por la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Correo: [email protected]

Twitter: @HectorCerezoH

Blog:  http://docenciaydocentes.blogspot.com

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