A la búsqueda del conocimiento se va con pasión; se quiere el entendimiento por ambición de poder, por soberbia, por amor a Dios y, tal vez, asimismo  por un erotismo sublimado -según Freud-. No existe el intelectual puro e inmaculado que se enfrente a los hechos y teorías científicas con inocencia virginal, más allá de toda pasión. Siento, luego existo, luego pienso. Me desconcierta la ingenuidad de aquellos que pretenden aplicar en la práctica docente el esquema conductista basado en «objetivos medibles a través de una conducta manifiesta». Hay toda una concepción pretendidamente «científica» (y no es más que pura abstracción) que contempla al hombre corno un ente mecánico al cual habrá que «programar», reducido conceptualmente al status de una «caja negra», con entradas (estímulos) y salidas (respuestas). Y dentro, el vacío, la negación de toda actividad, de todo sentimiento y pasión, la oscuridad total, tiniebla ideológica al fin.

Ya sea mítica, artística o científica, la imagen del mundo que el ser humano construye es siempre, en gran medida, producto de su imaginación. Según el biólogo Francois Jacob:

“Se puede observar un objeto por años y nunca producir una observación de interés científico. Para producir una observación valiosa, se debe tener primero una idea de qué observar, una preconcepción de lo que es posible. Los avances científicos a menudo surgen de descubrir un aspecto hasta ahora no observado de las cosas, como resultado no tanto de usar un nuevo instrumento, sino de ver los objetos desde un ángulo diferente.”

Y uno de esos ángulos es la pasión por conocer.

También habría que considerar la pasión con la que algunos poetas se han acercado a la ciencia, como Isidore Ducasse: La tierra sólo ofrece ilusiones y fantasmagorías morales, pero vosotras, ¡oh matemáticas concisas! por el encadenamiento riguroso de vuestras tenaces proposiciones y la constancia de vuestras leyes férreas, hacéis brillar ante los ojos deslumbrados un reflejo poderoso de esa verdad suprema cuyo rastro se advierte en el orden del universo.

La ciencia, como parte de la cultura, es una fuente inagotable de enriquecimiento espiritual; nos proporciona una imagen cambiante y cada vez más rica de la naturaleza y de nosotros mismos, por medio de lenguajes que la reflejan y nos reflejan, y que imponen límites a lo posible. Sin embargo  no debemos olvidar que la ciencia es sólo una de las vías de acceso al conocimiento; el arte y la religión son otras. Galería de espejos en donde tratamos de encerrar la realidad o de recrearla para humanizarla.

¡Quién soportaría su peso si renunciáramos a nuestros sueños!

Para documentar el colorido con que las pasiones en verdad tiñen al conocimiento científico, Pierre Thuillier nos ofrece en Las Pasiones del Conocimiento (Alianza Universidad, 1988) una importante reflexión sobre las dimensiones culturales -y psicológicas- de la ciencia. En la primera parte de esta desafiante obra, Thuillier aborda el tema de La Ciencia y el Campo Religioso, iniciándola con una provocativa pregunta: ¿Las matemáticas conducen a Dios?

 Desde siempre, Teología y Ciencia se han disputado la supremacía en el terreno del conocimiento «verdadero». En múltiples ocasiones, teólogos y religiosos han tomado los conceptos construidos por la ciencia para apuntalar sus propias concepciones sobre la divinidad. Lo mismo cristianos que musulmanes.

Singular y cautivante es el capítulo titulado Darwin entre los Samurais. El personaje central del capítulo es el japonés Kinji Imanishi (1902-1992), profesor emérito de la Universidad de Kyoto. El doctor Imanishi, desde 1941 escribió mucho sobre la teoría de la evolución, cuestionando las teorías neodarwinistas.

Según Imanishi, los darwinianos “ortodoxos” se equivocan al insistir en la primacía del individuo; es el grupo el que constituye la realidad primera. Otro error de los darwinianos clásicos: otorgan un lugar demasiado importante a la “lucha por la vida”. La armonía -dice el profesor Imanishi- del mundo vegetal y del mundo animal, por el contrario, debe situarse en primer plano. Este científico declara abiertamente que él parte del «espíritu japonés», apegado a temas filosóficos y religiosos que privilegian la solidaridad, la organización coordinada y benevolente. Imanishi fue varias veces candidato al premio Nobel.

Otras secciones importantes del libro de Thuillier abordan temas tan heterodoxos como: De la Naturaleza, las Mujeres y la Ciencia; Psicología y Política: la Decadencia de Occidente según Skinner;  y Los Orígenes de la Anticiencia.

Pierre Thuillier se inscribe en esa gran tradición francesa de pasión por la ciencia, la epistemología y la historia de las ciencias que va de A. Koyré a  Gaston Bachelard, sin olvidar a Monod y, a su manera, L. Althusser. De Thuillier pueden encontrarse, en castellano: El Saber Ventrílocuo, y  De Arquímedes a Eínstein; las caras ocultas de la investigación científica.

Seguro estoy que estos escritos de Pierre Thuillier pueden despertar en los jóvenes esa pasión fundamental que requiere la investigación científica.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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