La razón científica, asentada en la lógica rigurosa y en la inducción empírica, surgió hace solamente unos cuantos siglos y puede decirse que en poco tiempo se ha establecido como un paradigma de conocimiento hegemónico. Ascender a las luminosas cumbres hacia donde el ejercicio de esta razón nos conduce es una tarea ardua. Pues bien puede extraviarse el camino e ir a parar a las puertas del infierno, donde –según afirmó Dante- habrá que perder toda esperanza.
Desde sus orígenes, la razón científica sueña y en ese soñar encuentra un poderoso impulso que puede llevar a benéficos descubrimientos o a engendrar monstruos.
Entre los fundadores de la ciencia moderna destaca Francis Bacon (22 de enero de 1561 – 9 de abril de 1626), primer barón Verulam, vizconde de Saint Albans y canciller de Inglaterra, célebre filósofo, político, abogado y escritor. Considerado uno de los padres del empirismo, sus obras ejercieron una influencia decisiva en el desarrollo del método científico.
Pero no sólo sus aportaciones metodológicas siguen siendo significativas hoy en día, sino también su concepción sobre la función social de la ciencia. Bacon fue un hombre de Estado, jurista, historiador, científico y filósofo, diseñador de un programa para una reforma del saber de la cual esperaba una transformación de todas las relaciones humanas, promovida merced a un incremento del poder humano. Poder, desde luego, basado en la ciencia, pues Bacon estaba hondamente convencido de la decisiva significación de la ciencia para el futuro del hombre.
La doctrina de Bacon pretende alcanzar el reino del hombre sobre la Tierra: acrecentar el poder de éste mediante la ciencia. En su tiempo, las invenciones de la imprenta, la pólvora y la brújula habían modificado la vida humana mostrando las excelencias de la época moderna. Se precisa seguir adelante: fomentar cuanto favorezca esta ruta; combatir cuanto la interfiera.
Según la perspectiva baconiana, el espíritu debe librarse de la superstición y de los prejuicios rechazando sin miramientos toda falsa idea, poco importa que la proclamen ciertos puntos de vista teológicos y antropomórficos. El conocimiento ha de empezar con la experiencia, a partir de observaciones y experimentos, para llegar gradualmente, a través de la inducción, a descubrimientos que vayan incrementando el imperio del saber sobre la naturaleza.
Creo que buena parte del programa de Bacon sigue presente en las creencias sobre los fines de la práctica científica contemporánea. Por ejemplo, en la ciencia –dice Bacon- han existido los empíricos que, lo mismo que las hormigas, recogen lo que encuentran, más curiosos que intérpretes de la verdad, buscadores más de la variedad que de la generalidad de las cosas. Pero existen también los que sólo se confían a la razón, al intelecto abandonado a sí mismo, y que, como las arañas, fabrican las telas de sus conceptos derivándolos de sí mismos. Pero el nuevo científico, para Bacon, debe semejarse a las abejas que toman la materia de las flores y la elaboran dentro de sí transformándola en cera y miel. No recolección ciega de los hechos ni razonamiento abstracto, sino interpretación racional de los datos.
Es de notar como Bacon delineaba las características de la ciencia moderna, en su tiempo aún por constituirse. E insistía en el dominio que sobre la naturaleza el hombre podía ejercer mediante el conocimiento científico unido a la técnica.
Y es en este punto, donde el Barón de Verulam comienza a soñar e imagina una Nueva Atlántida, plasmando ese sueño en una obra del mismo nombre redactada en 1624, dos años antes de su muerte. En ella –publicada hasta 1627- Bacon imagina la existencia humana en una sociedad regida en todo por los frutos de la ciencia en su variado, permanente y fecundo desarrollo.
La obra, dicen los comentaristas, es una utopía clásica del Renacimiento, inspirada en parte en la Ciudad del Sol, de Campanella y posiblemente en la Utopía de Tomás Moro. En la imaginaria Nueva Atlántida, existe la Casa de Salomón, “la más noble creación que ha sido jamás sobre la Tierra…”
Una institución que dirige los asuntos de la Atlántida, de manera científica. Los problemas de la comunidad: la planeación, la agricultura, la salubridad, las comunicaciones entre los hombres, todo se lleva a efecto técnicamente. Ante la ciencia activa desaparecen los problemas políticos y las querellas religiosas. No hay políticos profesionales, ni burócratas, ni charlatanería; mucho menos partidos, campañas, discursos, elecciones. Un gobierno de técnicos diríamos hoy: ingenieros, astrónomos, geólogos, biólogos, médicos, químicos, economistas, psicólogos, antropólogos. Hay que sustituir al político oportunista por el hombre de ciencia.
Me pregunto si tal sociedad no estaría fundamentada en una nueva superstición: el dogmatismo científico, tan peligroso como cualquier otro dogmatismo.
¿Conduciría este programa hacia una mejor sociedad? ¿O los sueños de la razón seguirán engendrando monstruos?
Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.