¡Amame!… Nada soy… pero tu diestra
sobre mi frente pálida un instante,
puede hacer del esclavo arrodillado
el hombre rey de corazón gigante.

Manuel M. Flores

 

Por su amor, el poeta Manuel Acuña decidió morir.

Es la mujer que la literatura odia, pero que tanto amaron los poetas.

Bebió el amargo cianuro, tan amargo como su despreció, y dejó en un papel escrito un último verso de amor: “Comprendo que tus besos / jamás han de ser míos, / comprendo que en tus ojos / no me he de ver jamás”[1], después cerró los suyos y le brotaron lágrimas que escurrieron y humedecieron su rostro, “como deben llorar en la última hora los inmóviles párpados de un muerto.”

Manuel María Flores le entregó su vida y su suerte, pero le clamó piedad para su dicha: “Yo no sé lo que será de mí, sólo sé que no me pertenezco, que me he olvidado de mí mismo”, le dijo tras cruzar la primer mirada y rendirse a su amor.

“La admiran los nocturnos luminares, le sonríen los montes y los mares. Y es un rival del sol”[2], diría también de ella el escritor Ignacio Ramírez Calzada.

Fue Rosario de la Peña, la musa de los más eminentes poetas del romanticismo mexicano, a quien se debe la muerte de Acuña, la obra de Flores y la vida política de Ramírez Calzada, el principal impulsor del Estado laico mexicano.

Sin embargo, no serían los únicos que se rendirían a su belleza, como cada poema dedicado a su nombre lo expresa. Tal fue el caso del filósofo cubano José Martí, quien, en sus mañanas y tardes en el Congreso, en vez de redactar crónicas le mandaba cartas a su amor, no se sabe si fue o no correspondido.

“En ti pensaba, en tus cabellos / Que el mundo de la sombra envidiaría. / Y puse un punto de mi vida en ellos / Y quise yo soñar que tú eras mía”, fue una de sus declaraciones, que quedó plasmada en un álbum, el cual, al igual que él, muchos enamorados firmaron.

Pero la muerte de Acuña la marcó para siempre, el trágico desenlace del joven poeta fue una cruz que cargó hasta el último de sus días, la sociedad le reprochó el haber sido la presunta causante del infeliz hecho que marcó a la literatura en el país.

Aunque eso no impidió que sus innumerables enamorados la defendieran e incluso culparan al coahuilense, como lo expone Luisa Domínguez en Los Amores de Martí.

 

…“La ciudad ha sido conmovida hace un año por la muerte de un poeta exquisito y muy sensible: Manuel Acuña, que se ha suicidado por el amor imposible de una mujer. Esta musa romántica se llama Rosario de la Peña, aunque todos la conocen ya por este otro nombre: Rosario, la de Acuña. Se cantan con acompañamiento musical y muy triste aquellos versos «Pues bien, yo necesito – decirte que te adoro». Todas las niñas de la ciudad lamentan no haber conocido aquella capacidad sensible del poeta muerto, por­que se hubieran apresurado a colmarla. «Aquel hondo abismo – abierto entre los dos» – ha sido cavado indudablemente por la musa insensible. Y media ciudad se indigna contra ella. Pepe Martí -que profesa ideales quijotescos- se pronuncia a favor de Rosario, ni más ni menos que el Caballero Andante cuando defiende a Marcela, porque todos le imputan la muerte del desdichado Crisóstomo. En el Liceo Hidalgo -punto central de las tertulias y discusio­nes literarias- hay dos bandos: uno en contra de la muchacha y otro a favor. Martí integra el segundo. Quien sueña con ideas de libertad profunda, reco­noce la más alta de todas: la del sentimiento. Rosario no podía amar al triste Acuña ni aunque le inspirase lástima, pues al corazón no se le manda. La cuestión, que se hace nacional y luego continental, crea en torno de la insen­sible una aureola de fatalidad que enamora a todos los hombres y que indigna a las mujeres. Muchos quieren, atraídos por lo más difícil, transir aquel corazón indiferente…[3]

No obstante, al sentir la cercanía de su desprecio, José Martí también imploró su amor, su cariño, una migaja de atención, como lo expuso en una de las cartas que le envió.

Enfermedad de vivir: de esta, enfermedad se murió Acuña. Rosario, despiérteme usted, porque vivir es cama, por eso vivo; porque vivir es sufrimiento, por eso vivo; porque yo he de ser más fuerte que todo obstáculo y que todo dolor. Esfuércese usted; vén­zame. Yo necesito encontrar en mi alma una explicación, un deseo, un motivo justo, una noble disculpa de mi vida. De cuantas vi, nadie más que usted podría. Y hace cuatro o seis días que tengo frío»[4].

 

Pero el corazón de Rosario, o al menos su atención, su no indiferencia, podrían haber pertenecido sólo al poeta Manuel M. Flores, a quien conoció el 26 de agosto de 1874, apenas ocho meses después de la muerte de Acuña, al menos así lo expuso su confesor, el presbítero mexiquense José Castillo y Piña, a quien, antes de su muerte, le entregó los poemas más íntimos de Flores, que le dio en su vejez, cuando la ceguera lo fue debilitando hasta llevarlo a la tumba.

En Mis recuerdos, su tomo de memorias, Castillo y Piña certificaría, con base en las conversaciones sostenidas con Rosario de la Peña, que ella y Manuel «mucho se quisieron»; hizo constar, además, que Rosario «tenía en su poder una infinidad de cartas que aquél le escribía, en las cuales le hablaba de su amor apasionado», Asimismo, explicó tener «muchas de ellas», regaladas por Rosario[5].

De ese tesoro literario saldría el libro inédito y póstumo Rosas Caídas.

En Amémonos, Flores escribió para Rosario:

Como en la sacra soledad del templo
sin ver a Dios se siente su presencia,
yo presentí en el mundo tu existencia,
y, como a Dios, sin verte, te adoré.

No se conoce su imagen, se supone que era bella, que era culta, adinerada. No se sabe que tuvo, cuál era su virtud que enamoraba.

Nunca escribió un solo verso, pero fue la musa de una de las etapas más excelsas de la literatura mexicana.

Rosario, la de Acuña; la de Martí; la de Ramírez; la de Manuel María Flores…, la mujer que “pudo hacer del esclavo arrodillado, al hombre rey de corazón gigante”.  

La mujer que la literatura odia pero tanto amaron los poetas.

 

 



[1] Poesía escogida Manuel Acuña. Nocturno a Rosario. Editores Mexicanos Unidos SA. 2001

[2] Montero S. Susana A.  Rosario de la Peña. Una sombra tras el espejo. http://www.mexicodesconocido.com.mx/rosario-de-la-pena.-una-sombra-tras-el-espejo.html

[3] http://www.damisela.com/literatura/pais/cuba/autores/marti/epistolario/rosario/index.htm

[4] Ibídem

[5]  “Archivo José Martí” Tomo IV, 1949, de las Publicaciones del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, La Habana, Cuba, 1950, páginas 477-479:

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